viernes, 3 de septiembre de 2010

Prosperidad de Macondo

Macondo naufragaba en una prosperidad de milagro. Las casas de barro y cañabrava de los fundadores habían sido reemplazadas por construcciones de ladrillo, con persianas de madera y pisos de cemento, que hacían más llevadero el calor sofocante de las dos de la tarde. De la antigua aldea de José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces los almendros polvorientos, destinados a resistir las circunstancias más arduas...

(210)

Proliferación de conejos

Fue en esa época que le dió a Petra Cotes por rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez, que apenas daban tiempo para vender los números de la rifa. Al principio Aureliano Segundo no advirtió las alarmantes proporciones de la proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el pueblo quería oir hablar de las rifas de conejos, sintió un estruendo en la pared del patio. "No te asustes", dijo Petra Cotes. "Son los conejos."  No pudieron dormir más, atormentados por el tráfago de los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio empedrado de conejos, azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la tentación de hacerle un broma.
   -Estos son los que nacieron anoche -dijo.

(208)

Petra Cotes

Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo no visitaría esa noche la amante común, se iba a dormir con ella.
...
   Se llamaba Petra Cotes. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un marido ocasional que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió con el negocio. Era una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un corazón generoso y una magnífica vocación para el amor.

(205)

Lo van a enterrar vivo

José Arcadio Segundo, mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver un fusilamiento. Por el resto de su vida recordaría el fogonazo lívido de los seis disparos simultáneos y el eco del estampido que se despedazó por los montes, y la sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado, que permaneció erguido mientras la camisa se le empapaba de sangre, y que seguía sonriendo aún cuando lo desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de cal. "Está vivo", pensó él. "Lo van a enterrar vivo."

(201)

Aureliano Segundo y Melquíades

(Aureliano Segundo) Prefería la casa. A los doce años le preguntó a Úrsula qué había en el cuarto clausurado. "Papeles", le contestó ella. "Son los libros de Melquíades y las cosas raras que escribía en sus últimos años."
...
Un mediodía ardiente, mientras escrutaba los manuscritos, sintió que no estaba sólo en el cuarto. Contra la reverberación de la ventana, sentado con las manos en las rodillas, estaba Melquíades. No tenía más de cuarenta años. Llevaba el mismo chaleco anacrónico y el sombrero de alas de cuervo, y por sus sienes pálidas chorreaba la grasa del cabello derretida por el calor, como lo vieron Aureliano y José Arcadio cuando eran niños. Aureliano Segundo lo reconoció de inmediato, porque aquel recuerdo hereditario se había transmitido de generación en generación, y había llegado a él desde la memoria de su abuelo.
   -Salud -dijo Aureliano Segundo.
   -Salud, joven -dijo Melquíades.

El hijo de Aureliano Segundo

Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa tarde de junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin ningún rasgo de un Buendía, no tuvo que pensar dos veces para ponerle nombre.
   -Se llamará José Arcadio -dijo.
Fernanda del Carpio, la hermosa mujer con quien se había casado el año anterior, estuvo de acuerdo. En cambio Úrsula no pudo ocultar un vago sentimiento de zozobra. En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los Aurelianos eran retraídos pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico.

(198)

La restauración de la casa

El coronel Aureliano Buendía abandonó el cuarto en diciembre, y le bastó con echar una mirada al corredor para no volver a pensar en la guerra. Con una vitalidad que parecía imposible a sus años, Úrsula había vuelto a rejuvenecer la casa. "Ahora van a ver quién soy yo", dijo cuando supo que su hijo viviría. "No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de locos." La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los dormitorios la deslumbrante claridad del verano. Decretó el término de los numerosos lutos superpuestos, y ella misma cambió los viejos trajes rigurosos por ropas juveniles. La música de la pianola volvió a sonar en la casa.

(197)

¡Han matado a Aureliano!

(El coronel Aureliano Buendía) Luego tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias, y se retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si quería descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre, y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara tanto para hervir, y la encontró llena de gusanos.
    -¡Han matado a Aureliano! -exclamó.
Miró hacia el patio, obedeciendo una costumbre de su soledad, y entonces vio a José Arcadio Buendía, empapado, triste de lluvia y mucho más viejo que cuando murió.

(194)

Regreso del coronel Aureliano Buendía

No percibió los minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo había hecho en la casa, y que después de una ausencia tan prolongada habrían parecido un desastre a cualquier hombre que conservara vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de telaraña en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le tendía la nostalgia. Se sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin quitarse las botas, como esperando apenas que escampara, y permaneció toda la tarde viendo llover sobre las begonias.

(188)

La soledad del poder

Pero quince días después el general Teófilo Vargas fue despedazado a machetazos en una emboscada, y el coronel Aureliano Buendía asumió el mando central.
...
Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba la gente que le aclamaba en los pueblos vencidos, y que le parecía la misma que aclamaba al enemigo. Por todas partes encontraba adolescentes que lo miraban con sus propios ojos, que hablaban con su propia voz, que lo saludaban con la misma desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que decían ser sus hijos. Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca.

(182)