martes, 30 de noviembre de 2010

El pequeño Aureliano

Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secreto de su identidad. Le cortó el pelo, lo vistió, le enseñó a perderle el miedo a la gente, y muy pronto se vio que que era un legítimo Aureliano Buendía, con sus pómulos, altos, su mirada de asombro y su aire solitario.

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lunes, 8 de noviembre de 2010

La madurez

Entretenido con las múltiples minucias que reclamaban su atención, Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba volviendo viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el atardecer prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No habría tenido ningún inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda, cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la lluvia lo había puesto a salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa de la inapetencia.

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La lluvia

Llovió cuatro años, once meses y dos días. hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara  de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones.

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Qué se siente en la guerra

Al cerrarse la puerta, José Arcadio Segundo tuvo la certidumbre de que su guerra había terminado. Años antes, el coronel Aureliano Buendía le había hablado de la fascinación de la guerra y había tratado de demostrarla con ejemplos incontables sacados de su propia experiencia. Él le había creído. Pero la noche en que los militares lo miraron sin verlo, mientras pensaba en la tensión de los últimos meses, en la miseria de la cárcel, en el pánico de la estación  y en el tren cargado de muertos, José Arcadio Segundo llegó a la conclusión de que el coronel Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil. No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola palabra bastaba: miedo.

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El vagón de los muertos

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano.

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-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla.

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Aureliano Babilonia

La monja almorzó en casa, mientras pasaba el tren de regreso, y de acuerdo con la discreción que le habían exigido no volvió a mencionar al niño, pero Fernanda la señaló como un testigo indeseable de su vergüenza, y lamentó que se hubiera deshechado la costmbre medieval de ahorcar al mensajero de malas noticias. Fue entonces cuando decidió ahogar a la criatura tan pronto como se fuera la monja, pero el corazón no le dio para tanto y prefirió esperar con paciencia a que la infinita bondad de Dios la liberara del estorbo.

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Encierro y muerte de Meme

Meme le tomó la mano y se dejó llevar. La última vez que Fernanda la vio, tratado de igualar su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un tenebroso hospital de Cracovia.

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lunes, 1 de noviembre de 2010

Muerte de Mauricio Babilonia

Esa noche, la guardia derribó a Mauricio Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el baño donde Meme lo esperaba, desnuda y temblando de amor entre los alacranes y las mariposas, como lo había hecho casi todas las noches de los últimos meses. Un proyectil incrustado en la columna vertebral lo redujo a cama por el resto de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas.

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Mauricio Babilonia y Meme

Se volvió loca por él. Perdió el sueño u el apetito, y se hundió tan profundamente en la soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo. Elaboró un intrincado enredo de compromisos falsos para desorientar a Fernanda, perdió de vista a sus amigas, saltó por encima de los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier parte. Al principio le molestaba su rudeza. La primera vez que se vieron a solas, en los prados desiertos detrás del taller de mecánica, él la arrastró sin misericordia a un estado animal que la dejó extenuada. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que también aquélla era una forma de la ternura y fue entonces cuando perdió el sosiego, y no vivía sino para él, trastornada por la ansiedad de hundirse en su entorpecedor aliento de aceite refregado con lejía.

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Muerte de Amaranta

No se volvió a leventar. Recostada en almohadones, como si de veras estuviera enferma, tejió sus largas trenzas y se las enrolló sobre las orejas, como la muerte le había dicho que debía estar en el ataúd. Luego le pidió a Úrsula un espejo, y por primera vez en más de cuarenta años vio su rostro devastado por la edad y el martirio, y se sorprendió de cuánto se parecía a la imagen mental que tenía de sí misma. Úrsula comprendió por el silencio de la alcoba que había empezado a anochecer.

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