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domingo, 17 de octubre de 2010

La matanza de los hijos del coronel

En el curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus diecisiete hijos fueron cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza. Aureliano Triste salía de la casa de su madre, a las siete de la noche, cuando un disparo de fusil surgido de la oscuridad le perforó la frente. Aureliano Centeno fue encontrado en la hamaca que solía colgar en la fábrica, con un punzón de picar hielo clavado hasta la empuñadura entre las cejas.  Aureliano Serrador había dejado a su novia en casa de sus padres después de llevarla al cine, y regresaba por la iluminada Calle de los Turcos cuando alguien que nunca fue identificado entre la muchedumbre disparó un tiro de revólver que lo derribó dentro de un caldero de manteca hirviendo.

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martes, 12 de octubre de 2010

Los hijos del coronel

Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con aire solitario que habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados rincones del litoral cautivados por el ruido del jubileo.

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martes, 13 de julio de 2010

Los hijos del coronel

Pocos meses después del regreso de Aureliano José, se presentó en la casa una mujer exuberante, perfumada de jazmines, con un niño de cinco años. Afirmaba que era hijo del coronel Aureliano Buendía y lo llevaba para que Úrsula lo bautizara. Nadie puso en duda el origen de aquel niño sin nombre: era igual al coronel por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo.
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Úrsula ignoraba entonces la costumbre de mandar doncellas a los dormitorios de los guerreros, como se les soltaban gallinas a los gallos finos, pero en el curso de ese año se enteró: nueve hijos más del coronel  Aureliano Buendía fueron llevados a la casa para ser bautizados.
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Llevaron niños de todas las edades, de todos los colores, pero todos varones, y todos con un aire de soledad que no permitían poner en duda el parentesco.

(p166)