sábado, 9 de octubre de 2010

La belleza inquietante de Remedios, la bella

Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la bellaza inquietante de la bisniesta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir misas sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver aunque fuera un instante el rostro de Remedios, la bella, de cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremendales de la abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles.

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