martes, 12 de octubre de 2010

La soledad de Amaranta

La única que no había perdido un solo instante la conciencia de que estaba viva, pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta. Pensaba en ella al amanecer, cuando el hielo del corazón la despertaba en la cama solitaria, y pensaba en ella cuando se jabonaba los senos marchitos y el vientre macilento, y cuando se ponía los blancos pollerines y corpiños de olán de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la terrible expiación. Siempre, a toda hora, dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en los más abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos.

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